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sábado, 22 de octubre de 2011

SE REEDITA TODA LA OBRA DE PINK FLOYD.


Why Pink Floyd...? es el más ambicioso proyecto de reciclaje de un catálogo que ya parecía agotado. Pero a la remasterización de los 14 álbumes de estudio originales se le suma la publicación de registros inéditos en varios formatos y en tres entregas.



Por Fernando D´addario

 
Rick Wright, Roger Waters, Nick Mason y David Gilmour. Una banda clásica que alguna vez fue el futuro.
 
La pregunta planteada al bautizar Why Pink Floyd...? la homérica recopilación lanzada por la banda británica sólo parece apelar al cinismo de propios y extraños: no hay, artísticamente hablando, un porqué satisfactorio que justifique una nueva publicación –convenientemente amenizada con diversos souvenirs sonoros y visuales– de todo el catálogo de Pink Floyd. Tan sólo un contrato suculento tras un largo litigio (ver aparte) y la imposibilidad práctica de registrar nuevo material podrían contestarle, en principio, a ese “Why..”. Sin embargo, la artera jugada empresarial para sacarles más plata a los fans no logra diluir el placer que provoca volver a escuchar los 14 discos grabados por Pink Floyd, más allá de los aditamentos y los espejitos de colores. Y tras releer los 45 años de historia del grupo, acaso surjan otras preguntas –“what”, “who”, “when”, “how”– más pertinentes que el “why”.

Qué

Pink Floyd es una de las cinco bandas más grandes de todos los tiempos, junto a Los Beatles, Rolling Stones, U2 y Led Zeppelin (se aceptan impugnaciones, insultos y amables sugerencias para ocupar los otros cuatro lugares). Pero, también, es la banda que encierra en su seno todas las contradicciones que el rock supo parir en su relación con: el show business, el sentido ético del género, la relación con los fans y con la propia obra. Pink Floyd fue/es (es probable que en lo que resta de esta nota las coordenadas temporales fluctúen en una misma oración, a despecho de la corrección gramatical) un milagro de memoria emotiva garantizado en frías oficinas de management; un proyecto aséptico nutrido de experiencias radicalizadas. No alcanza con la solidez de un puñado de canciones inolvidables para explicar la vigencia –aunque más no sea en su condición de intocable pieza de museo– de una banda que logró conciliar las expectativas de hippies coloridos y darks nihilistas, fumones perdidos y caretas irremediables, idealistas y cínicos, lúmpenes y yuppies. ¿Será que sus integrantes asumieron conscientemente la ciclópea tarea de darle a cada cual según sus necesidades? El siguiente párrafo, se verá, intentará dilucidar ese interrogante. Pero no lo logrará.

¿Quién?

Dos de sus integrantes históricos, Syd Barrett y Rick Wright, están muertos. Pero uno –adivinen cuál– está mucho más muerto que el otro. El primero de ellos sigue siendo una especie de talismán, muy a su pesar. Cuando su estrella lisérgica se apagó en la locura lisa y llana –hace unos 43 años–, Pink Floyd rompió los muros del underground y se convirtió en una banda gigante. Pero –argumentan los puristas– debió entregar algo a cambio. Nunca volvió a tener la chispa revulsiva de aquellos primeros tiempos. Sin embargo, la combustión espontánea de Barrett logró ser ecualizada más tarde en los sucesivos discos del grupo; una especie de “efecto droga”, resultado de un minucioso y disciplinado trabajo de ingeniería de sonido, le otorgó credenciales de “locura” a una música hecha por artistas que estaban perfectamente en sus cabales. Wright se murió hace tres años casi en silencio. Con no mucho más ruido había vivido musicalmente durante tres décadas. Pero su trabajo en el teclado –siempre le guardó fidelidad al órgano Hammond– podría emparentarse con el de un bioquímico en su laboratorio. Piezas antológicas como “Echoes” y “The great gig in the sky” responden a su sensibilidad de materialista científica. Nick Mason, que todavía vive, es un hombre afortunado que conoció a los músicos indicados en el momento oportuno. No hay mucho más que agregar a su currículum como baterista.
Por último, Roger Waters y David Gilmour. De la tensión entre estos dos tipos que se odian como sólo se pueden odiar dos magnates rockeros salieron las páginas más sublimes de Pink Floyd. Un frágil equilibrio, que por suerte se rompió más tarde que temprano, fue guiando la carrera de Pink Floyd hasta The Wall. Las ambiciones musicales de ambos eran, aparentemente, incompatibles. Mientras Gilmour buscaba anestesiar a sus oyentes con instrumentaciones etéreas y registros climáticos que los condujeran a otra frecuencia anímica, Waters pretendía precisamente lo contrario: activar la conciencia crítica de la sociedad, “despertar” a sus fans a través de canciones que denunciaban a una sociedad sumisa y mecanizada. Lo milagroso fue que ambas posturas pudiesen ser metabolizadas en una misma canción. O en varias: “Confortably numb” (The Wall), “Pigs” (Animals), “Time” (The dark side of the moon), “Have a cigar” (Wish you were here), por citar sólo algunas. O que se ensamblaran, con sus particularidades, en un mismo plano conceptual: el “viaje” que propone The dark side... es, al mismo tiempo, una invitación al escape galáctico y un sereno grito de desesperación terrenal. Durante años, millones de fans zanjaron la contradicción fumándose un buen porro.

¿Cuándo?

Pink Floyd fue una banda clave de dos períodos históricos del rock: iluminó la psicodelia del segundo lustro de los ’60 con The piper at the gates of dawn y escribió el más sutil de los epitafios del hippismo (esto es: sumó a los hippies, ya inminentes profesionales, a su causa artístico-humanística) con El lado oscuro de la luna. El clímax de efervescencia y favor popular, sin embargo, los encontró desfasados respecto de la evolución histórica del género. Cuando Pink Floyd grabó The Wall en 1979 los vientos empujaban para el lado de la new wave. Pero la monumentalismo barroco de Waters debe haber tocado alguna fibra sensible en la humanidad de aquellos tiempos –y de los posteriores– para que hoy, treinta y dos años después, el bajista esté en condiciones de llenar nueve veces el estadio de River Plate. Es probable, de cualquier modo, que la “marca The Wall” –que ilustra sobre uno de los hallazgos del marketing neorockero: la elevación de lo clásico a la categoría de “tendencia permanente” resulta mucho más redituable que la búsqueda de nuevas figuras recambiables– haya superado inclusive la megalomanía de su creador.
Más allá de esa exitosa experiencia disruptiva, Floyd casi siempre supo ajustarse a los requerimientos de cada época. En la era de las óperas rock se despacharon con Atom Heart Mother (más conocido como “el disco de la vaca”), que reforzó sus pretensiones de epifanía cósmica con el añadido, sobre la hora, de una orquesta de cuerdas y vientos y un coro de veinte voces. El relativismo suele filtrarse aun en las lecturas históricas más tajantes. Ejemplo: se dice que el disco Animals fue la tímida respuesta de la banda a la invasión punk. Era un álbum áspero, de tintes orwellianos, ajeno a la nostalgia contemplativa de Wish you were here. Pero dos de sus canciones medulares –“Dogs” y “Sheep”– ya habían sido probadas en vivo, con otros nombres, en 1974, mucho antes de que los Sex Pistols amenazaran con matar a Pink Floyd. Lo que hizo Waters fue rebautizarlas para que adquirieran otro sentido al lado de “Pigs”, que sí era flamante en 1977. Con un mínimo golpe táctico, Waters estuvo en condiciones de gritar eureka: tenía para ofrecer su propia rebelión en la granja y su propio álbum conceptual en tiempos del punk. La jugada no alcanzaba, de todos modos, para frenar lo inevitable: a los 30 años, los integrantes de Pink Floyd ya eran ancianos. Unos ancianos venerables o unos viejos a los que se debía eliminar de la escena. Daba lo mismo. Cierto es que los códigos del rock también conceden premios consuelo: después de los 30 años ya no se envejece más. Hoy Pink Floyd tiene la misma edad simbólica que muchos sobrevivientes del punk.

¿Cómo?

Uno de los grandes méritos de Pink Floyd fue haber estirado los límites que le imponían las condiciones materiales. Siempre llegó un poco más allá de la convención tecnológica de cada momento. O casi siempre. Cuando dejó de hacerlo se convirtió en una pesada máquina guiada por viejos reflejos perfeccionistas. Pero cuando tuvo a disposición sólo cuatro canales de grabación –recién en Atom Heart Mother trabajó con ocho canales, en Meddle con 16 y en The Dark side... estrenó las 24 pistas que le ofrecían, como gran novedad, los estudios Abbey Road– les arrancó sonidos a las piedras. La psiquis fragmentada de Syd Barrett se traducía en disonancias abruptas, hipnóticas cámaras de eco, sobregrabaciones artificiales de voces.
La flamante remasterización de la obra completa de Pink Floyd invita a repasar la evolución sonora del grupo y deja flotando una idea: con la mejora del sonido se lucen las particularidades innovadoras de discos como The Piper at the gates of dawn o Meddle, y queda más expuesto el aburguesamiento creativo de, por ejemplo, The final cut y A momentary lapse of reason. En estos últimos dos discos, al margen de la coyuntura interna (The final cut es prácticamente un álbum solista de Waters; A momentary... es prácticamente un álbum solista de Gilmour) queda al desnudo la utilización conservadora y autoindulgente de los elementos técnicos a disposición. No hay nada por descubrir con la remasterización. Pero darle una nueva oportunidad a “Lucifer Sam” (1967) permite encontrar detalles en principio “menores”: efectos distorsivos, inquietantes ataques de la guitarra wah-wah de Barrett que antes permanecían inadvertidos. Y –todo debe decirse– hay gemas en la discografía de Pink Floyd, como “Shine on you crazy diamond”, que están a salvo de cualquier variable de packaging tecnológico. Siempre sonaron bien. Quien esto escribe no podrá superar jamás el estado de conmoción que sintió al escuchar por primera vez esa guitarra de Gilmour, lastimando desde la cinta gastada de un casete virgen en un walkman prestado. Pero claro, la subjetividad que se esconde detrás de la anécdota tergiversa cualquier aproximación seria.
Queda para el final la pregunta planteada al principio por la banda y por el sello discográfico, casi como un desafío: “¿Por qué?”. Habrá que declararse incompetente en la materia. Sorprende que, del gélido acuerdo entre dos colosos en decadencia (debe haber pocas imágenes a priori menos “artísticas” que una reunión de conciliación entre los popes de EMI y los abogados de Pink Floyd...) pueda reciclarse indefinidamente la belleza. Pero no es necesario recurrir a la canción “Money” para concluir que Floyd es la banda que mejor utilizó, en provecho propio, las debilidades humanas “denunciadas” a través de su música. Pero tal vez éste sea un buen momento para dejar de lado las disquisiciones éticas y tirarse a escuchar, bien pertrechados, dos o tres discos de esta colección elegidos al azar.

  

ERIC CLAPTON EN RIVER, ANTE 40 MIL PERSONAS


El veterano guitarrista británico dio el show esperable, lo que no quiere decir “predecible”: con las obligatorias revisitas a los clásicos de su repertorio, supo hacer espacio para algunas canciones no tan habituales en vivo.


Por Cristian Vitale

ERIC CLAPTON
Músicos: Steve Gadd (batería), Willie Weeks (bajo), Chris Stainton (teclados), Tim Carmon (teclados), Michelle John (coros) y Sharon White (coros).
Grupo invitado: Guasones.
Duración: 120 minutos.
Público: 40 mil personas.
Estadio River Plate, viernes 14 de octubre.

Eric Clapton sale puntual y casi no saluda. No necesita palabras para ganarse a la gente. Es como es. Sobrio, parco, calmo. La barba como siempre: a medio afeitar. Y los lentes angostos apenas alcanzan a cubrir sus ojos chicos. La luna, que asoma tras la San Martín alta, está llena. Igual que aquella inolvidable noche primaveral de 1990, en ese mismo lugar (River), cuando este guitar hero de la historia universal del rock daba uno de los mejores shows que se hayan visto en Argentina. Más eléctrico que acústico, mágico y estrellado, así fue aquél. Más eléctrico que acústico, mágico y estrellado –elipsis clavada, casi simétrica– resultó éste, como si 21 años hubiesen tardado horas. Como si las 40 mil personas que poblaron River aquella vez hubieran permanecido allí, inmodificables, impasibles. Clapton, el mago de Ripley, el king blanco de Fenders y Gibsons, vino alguna vez más al país (la última fue hace diez años) pero tuvo que llegar este viernes, ante un estadio igual de colmado, para extirpar con su música la melancolía colectiva que había provocado aquel hito, entre los que estuvieron y entre los que no, pero se lo contaron. 45 años tenía entonces, 66 tiene hoy, y Slowhand era el mismo. Sólo restaba saber en qué parte de su zigzagueante devenir de estilos y épocas caería el péndulo.
Y cayó en lo esperado. Clapton hizo foco en un todo compacto. Pragmático. Casi un crossroads condensado en un vivo de dos horas que tuvo un fin éticamente eficaz: revalidar el amor con su público criollo sólo a través de la música. Hubo pop, muy poco. Hubo más rock cristalino, blues potente y ryhtmn & blues elegante. Hubo reggae, reminiscencias jazzeras y libertad. Hubo una banda impecable en polirritmias que no ahorró en adobar ciertos clásicos con intensos pasajes instrumentales, algunos psicodélicos, otros virtuosos pero venales. Que tuvo algo de aquellas jams instrumentales del primer Cream, y mucho de seguirle el tren a este hombre cambiante, tan dúctil en retardos, efectos y pedaleras, como fino cuando hay que pulir a nuevo las cuerdas de la guitarra, y trascender nítido. Una yunta de tecladistas bien diferenciada en matices, recursos y sonidos (Chris Stainton y Tim Carmon), más el experimentado Steve Gadd en batería, Willie Weeks al bajo y dos coros femeninos (Michelle John y Sharon White) tendieron la alfombra ideal para que God dejara ser sus notas.
Las deslizara tranquilo. Las clavara en cada quien.Y a veces más profundo: el riff lacerante que introduce “Hoochie Coochie Man”, la gema eterna de Muddy Waters, fue un caso. Una prueba sintética de que el blanco destiñe bien cuando se deja impregnar por auras negras, y en esto, Clapton es un contumaz por la positiva. Una sensación de traslado al delta del Mississippi, con sus giros urbanos, claro, que ha sido una constante –”excepto excepciones”– en el devenir del hombre. La contundente, demoledora en swing, resignificación de “Crossroads” también. No hay forma de sustraerse al mandato instintivo del cuerpo cuando le da por resignificarla y así ocurrió en este River. Así ocurrió, también, con la “Cocaine” de JJ Cale –cómo evitarla– o con “I shot the sheriff”, de Bob Marley, ambas hermanadas (igual que “Little queen of spades” y “Crossroads”, de Robert Johnson) por haber trascendido en nombre de otro nombre. O “Layla”, súper arreglada, aletargada, bien diferente de la de Derek and The Dominos o cualquiera de las que haya hecho en el pasado, pero igual de conmovedora. U “Old love” –qué agregar de ella y su status de pieza matriz–. El péndulo, al cabo, se movió en esos ejes. Ejes seguros, esperables y esperados, que no impidieron –buen signo– que Clapton incorpore al setlist “tribunero” algunos deslices. Cualquiera los puede tener.
Por esa arteria circuló, tal vez –y más allá de la inevitabilidad de los clásicos–, lo más jugoso de la noche. Dos de esas perlas las fue a buscar a su primer disco solista. “Tell the truth” y “Nobody knows you when you’re down and out”, impecables, evocaron en los más melómanos el aura del guitarrista que las tocó cuando nacieron: Duane Allman, el Allman Brothers muerto hace largo tiempo (octubre del ’71), que tuvo el mérito de haber incorporado en Clapton ese sonido rústico y envolvente del rock sureño. Así sonaron las dos, ásperas y hechizantes. A ese momento recurrió también para manotear el elegante ryhtmn & blues que inauguró la noche (“Key to the highway”) y a un par de añitos después (1977) –volviendo a los lados A– para reflotar, además de “Cocaine”, claro el otro hit de Slowhand: la tan difundida como poco atrevida “Wonderful tonight”... único desliz “real” de una noche atravesada por deslices irreales, maravillosos. Por rescates emotivos y una deuda cancelada con la nostalgia.

RUBEN RADA Y SU NUEVO DISCO INSTRUMENTAL.


Con 54 años de trayectoria y temas como “Malísimo”, “Montevideo” o “La cumbia de Andrés” en su haber, quien fundó El Kinto con Mateo y fue parte de Tótem y Opa reivindica una producción que, en sus palabras, lo “representa como músico”.

Por Diego Fischerman

Haber compuesto un tema llamado “Malísimo” ya es algo. Pero la cuestión se completa con el hecho de que esa pieza, grabada en 1977 por el legendario grupo Opa e incluida en Magic Time, su segundo disco, es, además, buenísima. No es el único dato acerca del talento de Rubén Rada. Humorista, imitador, crooner improbable, animador de espectáculos para niños, actor y hasta estrella de teleteatros, suele olvidarse de él lo más importante: se trata de un músico extraordinario. No sólo participó de algunos de los grupos más trascendentes del Uruguay, empezando por El Kinto, con Mateo, y por el notable Tótem, sino que algunas de las mejores canciones existentes son suyas, entre ellas esa fantástica “Cumbia de Andrés” que Milton Nascimento cantó en el disco Sentinela, con el nombre de “Tudo”. Su nuevo disco, Confidence. Rada instrumental, pone en evidencia su valor como músico. El lo define como “un álbum de canciones, pero instrumentales”. Y hoy a las 21 lo presenta en vivo en La Trastienda (Balcarce 460) con el mismo grupo del disco donde, entre otros, aparece uno de los viejos compañeros de ruta: el notable baterista Osvaldo Fattoruso.
“Abusé de la variedad –dice Rada en una conversación con Página/12–. Y hay un momento donde la gente ya no sabe quién es uno. A mí me resulta fácil ir de un lado al otro y me divierte, pero de lo que por ahí no me di cuenta es de que después, en algún momento, se paga el precio. Hay otras cosas de las que soy muy consciente. Yo quería quedarme en Uruguay y, para hacerlo, necesitaba hacer discos que vendieran. Y eso hice. Me compré una casa, que nunca había tenido.” Rada canta: “Cuando yo me muera...” Y dice: “Esa la cantan en las canchas. Yo no podía mantenerme en Uruguay y ahora puedo”. Pero su disco con el nuevo grupo, bautizado Confidence, es otra cosa. “Lo escuchás y te levantás contento –dice–. Y tocan unos músicos fantásticos.” El elenco incluye, además de a Fattoruso, a Gerardo Alonso en bajo, a Gustavo Montemurro en piano, teclados y arreglos, Miguel Leal en trompeta, Santiago Gutiérrez en saxo, Matías Rada en guitarra y voz y Artigas Leal en trombón. Allí, como en la fundante canción “Las manzanas”, uno de los grandes éxitos de los sesenta, como en Opa y Tótem, aparecen pies rítmicos de candombe (en temas como “Mombe”, por ejemplo) pero, también, una especie de extraño lirismo a go-go en “Solymar Beach” y, sobre todo, un cierto espíritu vocal. Más allá de que en este caso no haya letras –aunque sí algunas palabras, de vez en cuando– las melodías parecen hechas para la voz. “Es que primero las canto –dice Rada–. Y puedo cantar incluso los acordes arpegiados aunque no sepa cómo se llaman ni cómo se tocan.” Efectivamente los canta y cuenta que así es como compone sus temas y así es como vieron la luz “Montevideo” o “Muy lejos te vas”.
“Desde Black (de 1998), yo no grababa un disco que tuviera temas que me representaran como músico”, explica. Sabe, y acepta, que la vastedad de lo que ha abarcado hace difícil que algo lo represente por completo. Habla de las letras. Y de los comienzos. Y compara el primer rock uruguayo con el argentino. “En Uruguay se tocaba muy bien, había muchos músicos que venían del jazz. Y las letras eran buenas, creo. En ‘Dedos’, por ejemplo, se hablaba de la dictadura con inteligencia: ‘Dedos son dedos, días son días/ madres son madres, hijos son crías/ los pensamientos, son todos míos/ pero mi lengua, ya no es tan mía./ Si plantas rosas, crecen sandías./ Si esperas coche, pasan tranvías./ Así es mi tierra, que se resfría/ y está engripada, de hace mil días’ (Rada lo canta, por supuesto). Me parece que hice cosas buenas, y tengo toda la música en la cabeza. Pero, por algún motivo, cuando me preguntan por mí, siempre hablo de los otros. Digo que toqué con los Fattoruso o con Mateo. Que aprendí escuchando a Ray Charles. Si me preguntan por el Grammy (que recibirá en noviembre en reconocimiento a toda su trayectoria) agradezco a los músicos que me acompañaron y que hicieron posible esa música. Pero es cierto, ¿no? En todos esos grupos buenísimos, como Opa, también estuve yo.”
De los primeros años con los Fattoruso recuerda que, cuando llegó a Buenos Aires, tuvo “mala suerte”. El tocaba la batería con los Shakers, en los ensayos. “Y el Hugo me trajo acá para que cantara con ellos –cuenta–. Rota, que era el que manejaba la Odeón, les dijo que si la onda era tipo Los Beatles, yo no iba. Un negro no tenía nada que hacer allí. Así que empecé a actuar cantando en italiano, o en portugués, lo que viniera. ‘O capito que ti amo’, esas cosas. O tangos de Gardel. Y nadie sabía dónde ponerme. Hice una prueba en Odeón pero me ganó Yaco Monti con eso de ‘qué tienen tus ojos’. Y ahí me vuelvo para atrás, de nuevo. Regreso a Montevideo y ahí me hago fuerte como actor cómico y, después, lo del candombe beat, con Mateo. Y la verdad es que nosotros estábamos con la guitarrita y el tamborcito y lo que estaba de moda era otra cosa, así que nos echaban de todos lados. A veces me preguntan si yo soy consciente de que soy un creador y de que esa música fue importante. Pero la verdad es que cantábamos lo que sabíamos y lo que nos salía. Y al principio nos iba bastante mal, por otra parte. Lo que pasa es que con el tiempo, los que se iban del país y se hacían solistas empezaban a valorar y mandaban cartas: ‘Negro, no sabés cómo extrañamos tu música, perdoná por todo lo que te puteamos, fuiste un genio’. El Hugo me dijo una vez que yo había sido un adelantado, que mientras ellos jugaban a los Beatles yo estaba haciendo una música uruguaya. Pero todo eso se ve de lejos. De cerca, tratábamos de hacer música, nada más. Nos juntábamos con Urbano y con Mateo y cantábamos.”
Gran parte de la trayectoria de Rubén Rada tuvo lugar en Buenos Aires. “Lo mejor de mi carrera siempre tuvo que ver con las bandas”, afirma. Y, en efecto, uno de sus grupos más recordados se llamaba precisamente así, La Banda. Allí estaban el pianista Jorge Navarro, Bernardo Baraj, Beny Izaguirre, Luis Cerávolo y Ricardo Sanz. “En la banda estoy contenido. Hay un estilo, que es lo que cuesta encontrar cuando ando solo. Cuando toco por mi cuenta pongo ‘Montevideo’ y cualquier otra cosa, porque quiero mostrar todo lo que soy. Y ahí es donde se complica la cosa, porque la gente pierde el rumbo de Rada. Pero ahora ya lo saben. Ya saben que toco lo que quiero y que puedo hacer cualquier cosa. No fabrico discos correctamente. No me sale pensar ‘ahora voy a hacer un disco de rock’n’ roll y mantener ese estilo. No funciono de esa manera. De hecho ahora estoy haciendo un disco con candombes, dedicado sólo a eso, arreglados y tocados por distintos músicos. Lo voy a grabar en Uruguay. Y me interesa muchísimo, pero me lo tengo que imponer, no es algo que me salga naturalmente.” Los tíos tenían una comparsa y allí cantó cuando tenía diez años y ganó un premio como el mejor artista del carnaval. Esa fue una de sus fuentes. “Pero no tocaba, no todavía, porque mis tíos eran del barrio de Palermo y ahí son todos buenos. Recién a los 20 años me dejaron colgarme el tambor. Me dijeron: ‘Agarre’. Y entonces empecé a tocar. Treinta cuadras ida y vuelta. Quedaban las manos destrozadas.”
Los otros aprendizajes llegaban por la radio. “De niño, Antonio Tormo –recuerda–. Gardel, por supuesto. Me levantaba escuchando a Gardel. Después, Alberto Castillo. Y Jorge Negrete, y Dorival Caymmi. El jazz. Y del rock, sobre todo el rock’n’roll y el soul: Chuck Berry, Little Richard. Un día, Ringo Thielmann, que después sería el bajista de Opa, me hizo escuchar a Ray Charles. Y eso me cambió la cabeza. Eso y ‘Love Me Do’ de los Beatles. Ahí empecé a componer. Yo era cantante. Y, sobre todo, imitador de cantantes. Pero no componía. Lo primero que hice fue una canción para una novia, me acuerdo la letra. Era una vergüenza. ‘Tú me comprendiste, sé que me quisiste.’ Un desastre. El Ringo me corregía las letras, no sé cómo me animaba.” Rada resume su árbol genealógico “con tres ídolos: Gardel, Ray Charles y los Beatles”. Dice que después escuchó a Sinatra y, más tarde, gracias a Cacho de la Cruz, a Charlie Parker y Sonny Rollins. Lleva 54 años de carrera y tiene 68 cumplidos. Y dice que, en todo este tiempo, “hay algo que cambió para peor; se perdió el misterio de la música”. Cuenta que “antes, cuando salía un disco, uno lo escuchaba y escuchaba; ahora, lo que pasa es que todos son niños malcriados. Se tiene al alcance todo y se lo valora poco. Es muy difícil ser curioso cuando se lo tiene todo”.

LOU REED Y METALLICA, CREAN LULU.




Lulu, el disco que concibieron el ex Velvet Underground y los reyes del thrash metal, está basado en dos obras de teatro del expresionista alemán Frank Wedekind. ¿Les gustará a los fans de ambos? “Es algo diferente”, advierten. “Un nuevo animal, un híbrido.”

Lou Reed, neoyorquino por excelencia, está alabando el cuartel de Metallica en California. “Su magnífico estudio está armado por músicos y para músicos”, dice. “¿Esas cosas con las que uno desperdicia mucho tiempo peleando? No existen ahí. No aparecen porque está claro quién maneja la cosa: músicos creativos. No hay buitres. Es el sistema más magnífico para el poder real, el sentimiento y la emoción. Todo el mundo está en el mismo cuarto al mismo tiempo. Las voces, la batería, ese guitarrista en mi cadera, por Dios, esa cosa atronándome...”
“Ey –se ríe James Hetfield–, ¡vos también hacías bastante estruendo!” “Sí, yo les respondía atronando”, concede Reed. “No llegué desarmado.”
Hoy, Reed viene armado de ocurrencias, entusiasmo y un montón de fe para discutir la colaboración que demuestra ser la más profundamente esperada y hablada del año. El disco Lulu, en el que la –para algunos– rara unión entre Reed y Metallica ofrece cerca de noventa minutos de arte sónico perturbador y edificante, sin concesiones ni dilución, está destinado a correr los límites de lo que se entiende como rock. Ambas partes han dado anteriormente pasos agigantados en esa dirección, por supuesto. Hoy todos están felices de hablar acerca de un salto de la fuerza de voluntad, que muestra las palabras de Reed revolcándose entre los túneles y aros de riffs, ritmos, dinámicas y drones de Metallica.
Lou Reed, James Hetfield y Lars Ulrich están sentados en una suite del hotel Claridges de Londres. Están dispuestos a compartir su pasión por su nuevo proyecto, felicitándose afablemente unos a otros con bonhomía genuina. Reed hizo música inconmensurablemente influyente con The Velvet Underground en los ’60, luego se convirtió en una estrella solista de formas cambiantes con discos como Transformer (producido por David Bowie), el monumental y macabro Berlin, el pelador de empapelados Metal Machine Music y la poesía callejera de New York. El fusionó lo literario y lo lisérgico, siempre desde la diversidad y lo demandante, y desafiando los estereotipos. Metallica, formada en 1981, es la banda de thrash metal más vendedora de la historia (con más de un 100 millones de álbumes facturados), y nunca se ha apichonado a la hora de darles a la velocidad y al volumen nuevas formas en álbumes que son mojones sísmicos como Ride the Lightning y Masters of Puppets.
Muchos se sorprenderán por esta conjunción de titanes, ya que Reed, con toda su calle, siempre ha cultivado un aire literario (al mismo tiempo que su beligerancia instintiva), mientras que se puede decir tranquilamente que Metallica ha rockeado duro con pocas pretensiones. Pero, si se mira más de cerca, la conjunción tiene mucho sentido. Ambas partes siempre han estado dispuestas a tocar temas incómodos como la alienación, el miedo, el sexo, la muerte. Aquí, ellos se zambullen en... “No lo llamaría el corazón de la oscuridad”, musita Reed. “Lo llamaría el corazón de la iluminación.” El niega enérgicamente que la unión sea sorprendente. “¿Por qué?”, pregunta. “Una colaboración extraña sería Metallica con Cher. Eso sí sería raro. La nuestra es una colaboración obvia.”
Esta unión de fuerzas imparables genera una estimulante noticia y un intenso, incendiario ruido, ya que dos pioneros se combinan para entregar algo diferente, oscura aunque refrescantemente, tanto en el plano visceral como en el cerebral. Lulu es un conjunto de canciones extendidas, inspiradas en las obras teatrales de principios del siglo XX Earth Spirit y Pandora’s Box, del expresionista alemán Frank Wedekind, muy admiradas por Sigmund Freud. Las obras, originalmente publicadas en 1904 y ambientadas en Alemania, París y Londres en 1890, giran entre los puntos de vista de Lulu, una especie de Eva invertida, un espejo cifrado de deseo y abuso, y la gente que se enamoró desesperadamente de ella. Hay un montón de sexo. Y entonces ella se encuentra con Jack El Destripador. Así que también hay un montón de muerte. “No tengo sentimientos reales en mi alma. / Donde la mayoría tiene pasión, yo tengo un hueco”, exponen las terribles letras de Reed.
El había bosquejado canciones para las producciones teatrales de las obras de Lulu –muy controvertidas en su momento y a apenas un poco menos cien años más tarde– del director y coreógrafo Robert Wilson en Berlín. “El nos preguntó si nos enganchábamos –dice Ulrich– y hemos sido tocados y cambiados para siempre por la experiencia.” Hetfield agrega: “Pensamos: ‘¿Qué podemos hacer? ¿Qué podemos agregarle a la potencia que tiene esto para llevarlo a otro nivel, para hacerlo rockear?’”. “Esto es perfecto –asegura Reed–. Lo mejor que hice, con los mejores tipos que pude encontrar sobre el planeta. No le cambiaría ni una coma. Por definición, todos los involucrados lo hicieron honestamente. Esto ha llegado al mundo puro. Empujamos tanto como pudimos dentro del mundo de la realidad.”
El objetivo confeso de Reed ha sido a menudo hacer fraguar el espíritu de Burroughs, Tennessee Williams, Selby y Poe con tres o cuatro acordes, maridar la alcantarilla con las estrellas, fusionar la basura y la majestuosidad. Cierta vez él dijo: “Abrigué la esperanza de que la inteligencia que alguna vez habitó las novelas y las películas ingeriría al rock”. Y agregó: “Quizás estuviera equivocado”. O, después de esto, quizás él lo haya hecho bien.
Estos dos gigantes de la música se juntaron por primera vez en octubre de 2009, para los conciertos del 25º aniversario del Salón de la Fama del Rock and Roll en Nueva York. Metallica –Hetfield en voz y guitarra, Ulrich en batería, más el guitarrista Kirk Hammett y el bajista Rob Trujillo– tocó con el héroe local Reed los clásicos de Velvet Underground “Sweet Jane” y “White Light/White Heat”. Reed: “Desde entonces supimos que estábamos hechos los unos para los otros”.
“Nos invitaron a ser anfitriones de un segmento en la fiesta del aniversario del Salón de la Fama”, recuerda Ulrich. “Supongo que nosotros representábamos a los outsiders, a los artistas más radicales. En el primer lugar de nuestra lista para colaborar estaba Lou, quien es como una versión de Metallica en una sola persona, en un sentido. El siempre ha hecho lo suyo, durante décadas, siguió reinventándose, de-safiándose no sólo a sí mismo, sino también desafiando a sus seguidores. Y simplemente se sintió bien, no hubo que hacer esfuerzos. Así que nos las arreglamos, inspirados. Entonces Lou nos lanzó: ‘¿Por qué no vamos más allá y hacemos un disco juntos?’. Nosotros tuvimos que dar vueltas por el mundo y terminar nuestra gira de Death Magnetic, y después... ¡estuvimos listos!”
El plan original fue quizá menos arriesgado y atrevido: revisitar lo que el baterista describe como “algunas de las joyas perdidas de Lou”. “Eran canciones a las que él quería darles otra vuelta de rosca y nosotros podíamos hacer eso que hacemos con algunos de esos temas.” Esa idea “estuvo en el aire durante un par de meses”. Entonces, sólo una semana antes de que empezaran las sesiones, “Lou llamó y nos dijo: ‘Escuchen, tengo esta otra idea...’”.
“Nosotros teníamos mucho interés en trabajar con él”, explica Hetfield. “Yo tenía estos signos de pregunta enormes: ¿cómo va a ser?, ¿qué pasará? Así que estuvo buenísimo cuando nos mandó las letras para Lulu. Era algo a lo que nosotros le podíamos hincar el diente. Yo podía salir de mi rol de cantante y letrista y concentrarme en la parte musical. Estas letras eran muy potentes, con un paisaje sonoro detrás de ellas como atmósfera. Lars y yo nos sentamos con una acústica y dejamos que esta página en blanco nos llevara hacia donde ella necesitara ir. Fue un gran regalo que nos pidieran que estampáramos ‘Tallica en esto. Y eso fue lo que hicimos.”
“¿Estampado?”, se ríe Reed. “¡Marcado a fuego! Ya está ahí y no va a salir...”
“Esta idea sonaba como una situación incluso mejor para nosotros”, sugiere Hammett. “Nos daba la oportunidad de colaborar realmente con Lou en algo que no estaba establecido de antemano. Terminamos escribiendo y grabando con él en directo, sin demasiado trabajo posterior, ni ocurrencias tardías. Fue un ejercicio de espontaneidad, de improvisación: hay cosas que simplemente no podíamos recrear. Nos rendimos ante la magia.”
Reed repasa la génesis de su Lulu: “Había trabajado en esto durante un tiempo. En Berlín me dijeron que había catorce versiones de esta obra dando vueltas, con el énfasis puesto en lugares diferentes, pero la idea central es como la caja de Pandora. Lulu es la gran femme fatale. Fue concebida como inmoral, o amoral. Ella era impactante para la burguesía de esos tiempos; supongo que por eso fue escrita. Entonces metí mis zarpas en eso, traté de encontrarle un sentido con mi media naranja, Laurie Anderson. Al principio fue casi imposible. Tuvimos que entender quién era Lulu, su psicología. Tuvimos que darle vida de un modo sofisticado, usando el rock. Y el rock más duro y poderoso en el que se puede pensar es el de Metallica. Ellos viven en ese planeta. Tocamos juntos y lo supe: un sueño hecho realidad”.
“Mi Lulu tenía una cabeza, pero necesitaba un cuerpo”, sigue Reed. “Ellos dijeron: ‘Vamos, hagámoslo, no podemos esperar’. Yo había estado sumergiendo mi psiquis en Lulu y los otros personajes, y en el estudio lo examinamos más a fondo. No siempre canta Lulu; cambio de equipo, de personaje. No es fácil. No es un disco fiestero. Es tipo: ‘¿Qué pasa si tratás de llevar todo esto a un nivel superior?’. Se dice que si tenés que pensarlo, no podés rockear. Pero la mente es la zona más erógena que conozco, así que ése es un comentario inusualmente estúpido. Esto es un nuevo género; aquí es donde me gusta existir.”
Entonces, ¿cómo podrán los demás sentirse después de escuchar Lulu, con sus letras gráficas de celos, lujuria, violencia y revancha, sus riffs chirriantes y sus tonos tentadores? ¿Encantará u ofenderá a uno o ambos grupos de fans? “Definitivamente, no es ni un disco de Metallica ni uno de Lou Reed”, asegura Hammett. “Es algo diferente. Un nuevo animal, un híbrido. Nadie de nuestro mundo, el del heavy metal, ha hecho antes algo como esto.” Trujillo complementa: “Nos ha hecho ser una mejor banda. Y va a hacer que algunos pierdan la compostura. Y eso es bueno. Podría ser perturbador. Y al mismo tiempo podría ser hermoso. Es un matrimonio de actitudes”.
Cuando se le pregunta si sacó a Metallica fuera de su zona de confort, Reed se ríe. “¿Alguna vez escuchó su ‘zona de confort’?” Lars sonríe: “¡Estábamos inventando la rueda! Nos excitaba habernos arrojado a una situación sin estructura específica. A lo largo de los años hemos tratado, en ciertas piezas instrumentales, de ir lo más lejos posible, pero nada de lo que habíamos hecho nos preparó para el lugar hasta donde fue esto. Pasamos cuatro semanas en nuestro estudio; Lou llegó el primer lunes y para la hora del almuerzo ya estábamos metidos bien profundamente en esto, más rápido que lo que cualquiera pudiera medir. Ha sido un viaje auténtico, intuitivo e impulsivo. No estábamos siempre seguros de hacia dónde iba, pero seguro que era muy excitante vivirlo”. Reed acuerda: “Todos nos sentimos del mismo modo”.
Hetfield continúa: “Es fantástico tener con nosotros a otra fuerza poderosa como Lou. Hubo un período de sentirse fuera de lugar, pero enseguida –a pesar de que los otros Metallica me habían puesto el sobrenombre Dr. No– no podía parar de decir que sí. Pensé que simplemente teníamos que estar de acuerdo en que esto es fabuloso. ¿Quién maneja el barco en este punto? El momento. Tan pronto como nos sacamos el miedo a no poder controlarlo, estábamos en el paraíso. Tantas ideas, pero todos acordando en que esto es mágico, en que no había que arruinarlo. Celebremos lo que está pasando aquí”.
Reed dirige la atención al extraordinario track de 18 minutos “Junior Dad”. “Hay un tema clásico de una nota al final, que dura cierta cantidad de tiempo. A mí me resulta casi imposible escucharlo de nuevo. Pero era –es– lo que es. Entonces no se lo toca. No hasta la última nota. Me cortaría un miembro para asegurarme de que nadie toque eso y que expire naturalmente. Que vaya hasta donde va. Y como todo el mundo sentía lo mismo, no fue una medida tan difícil de tomar. Ahí está la clave: todos sentíamos lo mismo. Hubo miles de accidentes felices. Simplemente se trataba de nuestras respuestas emocionales, y de habilidad para tocar.”

“Disfrutamos cada momento”, dice Ulrich. “Cada momento”, repite.

jueves, 6 de octubre de 2011

TINARIWEN: Blues del desierto, grabados in situ.


FUSION. Las canciones saharianas de Tinariwen se enlazan con el blues americano.


Tinariwen, una banda norafricana cuya música es un híbrido duro de estilos berebere, árabe, occidental y africano negro, vuelve a sus orígenes.

POR LARRY ROHTER - The New York Times   


En el idioma de los nómades tuareg que durante siglos han deambulado por los confines más remotos del Sahara sureño, "tinariwen" significa "desiertos".

Sin embargo, desde que el grupo musical de dicho nombre lanzó su primer CD en 2001, sus integrantes han grabado, no en su territorio local, sino en estudios de grabación en ciudades como París y Bamako, Malí.

Tinariwen, cuya música es un híbrido duro de estilos berebere, árabe, occidental y africano negro, intenta volver a sus orígenes con el álbum "Tassili". Así llamado por una zona espectacular de desfiladeros y arcos de piedra arenisca cerca de la frontera de Argelia con Libia, el CD fue ensayado y grabado al aire libre allí, en carpas y alrededor de fogatas muy similares a aquellas en torno de las cuales empezaron a reunirse a tocar los miembros fundadores del grupo, exiliados políticos que en ese momento vivían en asentamientos de refugiados.

"Queríamos volver a nuestros orígenes, a la experiencia de ishumar", que significa exilio o estar a la deriva, explicó Eyadou ag Leche, el bajista del grupo. "Eran tiempos en que nos sentábamos alrededor de una fogata, cantábamos canciones y hacíamos circular una guitarra. Tinariwen nació en ese movimiento, en esa atmósfera, por eso lo que se escucha en `Tassili’ es el sentimiento de ishumar".

Tinariwen fue creado en 1979 por el cantante y guitarrista Ibrahim ag Alhabib, que nació en Malí pero huyó de ese país cuando era niño después de que su padre fue secuestrado y asesinado por fuerzas del gobierno que trataban de sofocar la rebelión tuareg.

Ag Alhabib, que actualmente tiene 51 años, vivió un tiempo en Argelia, en Nigeria y en Libia, donde se incorporó a un ejército Tuareg apoyado por el coronel Muammar Kadafi; allí, su capacidad para escribir canciones sobre la difícil situación de los tuareg, que iban y venían entre un país a otro pero sin pertenecer a ninguno, lo convirtió en una voz líder de la resistencia y la autonomía.

En la última década, Tinariwen cosechó seguidores entre los músicos pop y el público estadounidense y europeo que aprecian la autenticidad tanto en la música como en la actitud. La música de la banda es llamada en algunos casos "blues del desierto" y la inclinación del grupo a escribir canciones en modos de tonos menores crea un sonido con un sentimiento melancólico. Pero los integrantes de la banda prefieren hablar de "asuf", un sentimiento de su propia cultura y del lenguaje Tamashek que describe a la vez un sentimiento de dolor espiritual, de ansia o nostalgia y el vacío del desierto propiamente dicho. Eso, reconocen, crea cierto parentesco con los creadores de blues del Misisipi y de Chicago.

"Me han dicho que muchos africanos que fueron a Norteamérica llegaron desde África Occidental, de nuestra parte del mundo, o sea que todo tiene la misma conexión", explicó ag Leche.

"Pienso que quien haya pasado por algo muy difícil siente este asuf, este dolor, este anhelo. Eso es lo que hace que sus músicas se parezcan".

Para la grabación de "Tassili", fue necesario cargar cientos de kilos de equipos hasta un desfiladero en lo profundo del desierto y hacer funcionar un generador ubicado a unos 140 metros de la carpa principal para eliminar el ruido de la grabación. "Esta música necesita espacio, lo necesita para ser salvaje y libre", dijo Ian Brennan, el productor estadounidense del CD.

"Se piensa de otra forma teniendo paredes alrededor", murmuró ag Leche. "En un estudio o una ciudad hay que comer a determinada hora y seguir un horario. En el desierto la libertad es total. Uno hace lo que quiere cuando quiere. Estando en el escenario, ustedes pueden vernos, estamos ahí. Pero nuestras mentes están en otro lugar. Estamos en casa".

ESTILOS MUSICALES DE LATINOAMERICA: BOLERO, TANGO Y RANCHERA.


AGUSTIN LARA. Autor mexicano y padre del bolero.
 


Tres géneros que conforman un idioma común y que, según el autor de esta nota, han determinado una manera latinoamericana de sentir.

POR DARIO JARAMILLO AGUDELO


Hay elementos que cubren el continente desde el río Bravo hasta la Patagonia, dondequiera que se hable castellano, donde siempre hubo un cura y donde hay características comunes, por ejemplo, la adicción a las telenovelas –proclive a los finales felices– y un repertorio básico de música popular que son lo contrario, más desgarrado que dichoso, y que podrían cantar en coro una manicurista de Salta, un obrero de Monterrey, un pescador de Cartagena y un notario de Arequipa. Alguna vez le oí a Luis Rafael Sánchez un intento de hacer esa lista de canciones, entre las que recuerdo “Noche de Ronda”, “Volver”, “Sin ti”, “El Manisero”, “Fina Estampa”, “El día que me quieras”, “El Jibarito” y “Pedro Navaja”.

Me detengo en la música popular latinoamericana. Desde 1920 hasta 1960, se estableció en la América hispanoparlante un conjunto de canciones que modelaron la manera de sentir y de decir el amor de todos los latinoamericanos. El asunto comienza, inicialmente, con las primeras emisoras de radio, las más importantes de las cuales estaban en La Habana, México y Buenos Aires; luego, con la comercialización de discos grabados casi todos en Nueva York, México y Buenos Aires. Y, tercero, con el cine, especialmente mexicano y el argentino.

Como se ve, es un movimiento que tiene sus centros de irradiación, los que explican el origen de la mayoría de esas canciones que, con los años, terminaremos tarareando todos sin distingos de clases, colores, sexos y edades. Un Marx imaginario lo diría así: un fantasma se cierne sobre América, el fantasma del bolero. Y otro, el fantasma del tango. Y uno tercero, ayayayayai, la ranchera.

Acaso deba adelantar que los tres grupos de canciones funcionan como sistemas solares cada uno con su respectivo astro rey, a saber, Agustín Lara en la galaxia bolero, Carlos Gardel en la galaxia tango y José Alfredo Jiménez en la galaxia ranchera.

Era una época en que la duración de las modas musicales no tenía la velocidad de ahora: las canciones se instalaban en la memoria, se repetían, año tras año, en todas las celebraciones y emisoras. Esta música, el bolero, el tango, la ranchera, no fue sometida al vértigo del hit parade semanal. Está integrada por canciones que duraron y duraron por decenios hasta el punto de convertirse, más que en una mera memoria colectiva, que lo era, en la manera de sentir el amor, todo el amor, esa lista de verbos que forman el amor –fascinarse, enamorarse, enloquecerse, desearse, devorarse, convivir, conversar, extasiarse, durar, no durar, desenamorarse, celarse, reclamarse, maltratarse, traicionarse, olvidarse– se siente con las palabras del bolero, del tango, de la ranchera.

Hasta aquí tenemos que la canción popular latinoamericana esas décadas forjó la sensibilidad latinoamericana y le prestó palabras a ese modo de sentir. Lo estoy diciendo al revés; en el principio era el Verbo: lo que sucedió en realidad consistió en que las palabras del amor eran tomadas de las canciones lo cual determinó que el modo de sentir fuera el de las canciones. Se trata de un esperanto sentimental en el que las emociones están copiadas de la canción. Por eso, en cualquier fase del enamoramiento, todas las canciones parecen hablarnos en primera persona, como si la situación que describen se ajustara sobre medida a la que vivimos.

Manuel Vázquez Montalbán califica la canción popular como una subcultura y señala que “las prevenciones que despierta la subcultura son de un elitismo aristocrático obscenamente victoriano”, pero, aún así, se ocupa de precisar su valor: “el hecho subcultural está especialmente cargado de historia porque está especialmente postrado ante ella o aplastado por ella. Las significaciones históricas referenciales, el hecho subcultural las adquiere por una serie de interrelaciones. 1º Es un medio de comunicación y por lo tanto el poder del momento tiende a cargarlo de positividad para con las verdades establecidas en cada época y situación. 2º Es un medio de persuasión y por lo tanto la porción de verdad establecida sufre la manipulación expresa de la propaganda. 3º Es un medio de expresión de la sentimentalidad y la moralidad populares y por lo tanto está cargado de temporalidad sentimental, moral y lingüística. 4º Es casi el exclusivo medio de participación artística de las masas; aceptando crean y por lo tanto verifican no sólo las posibilidades de expresión del autor, sino las propias”.

En este caso concreto, son ineludibles las relaciones con la cultura “culta”: Neruda escribe el “Tango del viudo” en Residencia en la tierra : “Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,/ y habrás insultado el recuerdo de mi madre/ llamándola perra podrida y madre de perros, / ya habrás bebido sola, solitaria, el té del atardecer/ mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre,/ y ya no podrás recordar mis enfermedades, mis sueños nocturnos, mis comidas/ sin maldecirme en voz alta, como si estuviera allí aún (…)”.

Y, para no mencionar sino clásicos, está también “El tango” de Borges, donde dice: “Esa ráfaga, el tango, esa diablura,/ Los atareados años desafía/ Hecho de polvo y tiempo, el hombre dura/ Menos que la liviana melodía,/ Que sólo es tiempo. El tango crea un turbio/ Pasado irreal que de algún modo es cierto,/ El recuerdo imposible de haber muerto/ Peleando, en una esquina del suburbio”.

Podría abundar en citas, en invocaciones de títulos librescos que están asidos a esa subcultura ineludible de la canción popular – Gotán , el libro de Gelman, los tangos del colombiano Mario Rivero–, pero es mejor poner un etcétera triple, no sin aludir a la enorme cantidad de novelas que se titulan con versos bolerísticos.

En contravía del apoderamiento de la cultura popular por parte de la cultura culta, está la reconocida influencia de ésta sobre aquella. Por ejemplo, la presencia del Modernismo en las letras de las canciones populares. Agustín Lara. Griselda Alvarez, poetisa mexicana, se encargó de mostrar cómo Lara “trata de embellecer, enriquecer y, por qué no, poetizar la realidad; la presencia de perlas, corales, alabastros, mieles, nidos, perfumes, naranjos en flor, divinidades, majestades, filtros, hechizos y magias, atardeceres e ilusiones mejora la cotidianidad”. Para no ir muy lejos sobre este punto, puede traerse a cuento el uso que hizo Le Pera de un poema de Amado Nervo, que cito: “El día que me quieras tendrá más luz que junio;/ la noche que me quieras será de plenilunio,/ con notas de Beethoven vibrando en cada rayo/ sus inefables cosas,/ y habrá juntas más rosas/ que en todo el mes de mayo”.

Para no hablar de las parodias, como la que Celedonio Florez, uno de los más conspicuos letristas del tango, hace la “Sonatina” de Rubén Darío: “La bacana está triste, ¿qué tendrá la bacana?/ Ha perdido la risa su carita de rana/ y en sus ojos se nota yo no sé qué pesar;/ la bacana está sola en el patio sentada,/ el fonógrafo calla y la viola colgada/ aburrida parece de no verse tocar”.

Debo aclarar que las relaciones de las letras de las canciones latinoamericanas no sólo se nutren del Modernismo. Son innumerables las raíces clásicas, que a veces lindan con el plagio y otras, las más con el uso del arsenal retórico más repetido de los poemas de la literatura. “Muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí”, reza la canción de María Grever, “Te quiero, dijiste”. Oigamos lo que dice El licenciado Vidriera de Cervantes: “...le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en sus manos ser ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en extremo, pues tenían los cabellos de oro, frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral, la garganta de cristal transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas”.

Poco después, en su “Aguja de navegar cultos” (1625), don Francisco de Quevedo -ya en sus polémicas con Góngora- insiste en la sátira cervantina y divide el gremio en poetas plateros y poetas hortelanos: “En la platería de los cultos hay hechos cristales fugitivos para arroyos y montes de cristal para las espumas, y campos de zafir para los mares y margen de esmeralda para los praditos. Para las facciones de las mujeres hay gargantas de plata bruñida, y trenzas de oro para cabellos y labios de coral y de rubíes para jetas y hocicos, y alientos de ámbar, como pomos, para resuellos, y manos de marfil para garras, pechos de diamante para pechos, y estrellas coruscantes para ojos, e infinito nácar para mejillas”.

Lo que aquí llamo canción popular latinoamericana, no abarca todo lo que realmente podría llamarse así. Excluyo la copla o la décima anónimas, excluyo las músicas folclóricas, las músicas regionales, como el vallenato colombiano o el son jarocho o el pasillo ecuatoriano o la zamba Argentina. El corpus musical común, por el contrario, nace en algún lugar, por ejemplo el bolero, originario del oriente cubano, pero se extiende a todas partes, hasta el punto de echar raíces. Para seguir con el ejemplo del bolero, los hay mexicanos, y los hay puertorriqueños, los hay argentinos y también colombianos. O, como en el caso del tango, se identifica con su cuna porteña, pero se extiende por todo el continente hasta el punto de incorporarse al esperanto sentimental que se canta en Medellín o en Guadalajara. Lo mismo la ranchera, nacida en México pero extendida con su falsete en todo el mapa del despecho latinoamericano.

Hacia adentro, este conjunto de canciones tiene también comunes denominadores, como el ya mencionado, el amor, y también, agrego, la forma de tratarlo, con unos limitados pero eficaces recursos retóricos, como el cardiocentrismo, como la noche, como las flores. Y como el uso de los metros más sofisticados de la poesía literaria, como el alejandrino y el endecasílabo.

Bolero, ranchera, tango: convertidos en un idioma común que determina la forma de sentir, que se asocia a las fechas de la vida de cada latinoamericano, día a día se renuevan con versiones actuales de canciones viejas que van inoculando en los niños nacidos en el siglo XXI el virus de su forma más íntima de ser latinoamericanos, gracias a músicos como Andrés Calamaro, como El Cigala, como Caetano Veloso, como tantos otros que prolongan nuestro más extendido esperanto sentimental.

ROQUE ALSINA EL MOZART ARGENTINO.


ROQUE ALSINA DE NIÑO. A los diez años debutó en el Colón y a los trece se adentró en los meandros de la composición.

El artista argentino, radicado en Francia, repasa su trayectoria: de gran intérprete De Beethoven a compositor de vanguardia.
 
Por Federico Monjeau
  

 Carlos Roqué Alsina nació el 19 de febrero en Buenos Aires, y su 70 aniversario está siendo celebrado en su Francia adoptiva con varias actividades en París, Aix en Provence y Nancy; conciertos que lo tendrán como compositor y pianista, festivales, mesas redondas y ediciones, entre estas últimas el libro consagrado a su vida y obra que escribió el violinista y ensayista Alexis Galpérine y que acaba de publicar Delatour France. El libro es un precioso documento de un artista fuera de serie. Una amplia galería de fotos abre con sus primeras presentaciones públicas al piano, a los seis años en el conservatorio de Adrogué. Un programa de 1948 en el Teatro Nacional lo presenta como “El Mozart argentino”; la portada muestra a un niño de siete años, mirada perdida, grave y angelical al mismo tiempo, y cierto aire húngaro heredado de su madre. Tres años después debutaba en el Colón como solista del Concierto de Grieg bajo la dirección del eminente Otto Klemperer. Pero la composición sería una necesidad tan fuerte como la del piano, si no más; a los trece o catorce años Roqué Alsina abandonó por un buen período la ejecución en público para internarse en los secretos de la creación musical, lo que inició bajo la guía de Theodoro Fuchs y poco después continuó de manera autodidacta.

En los años 50 y 60 tuvo una activa participación en la Agrupación Nueva Música, como compositor, pianista y organizador de conciertos, y a mediados de los 60 se estableció en Alemania, donde se distinguió como uno de los grandes intérpretes de la música del siglo XX, desde la segunda escuela de Viena hasta Stockhausen y Boulez, además del propio Alsina y muchos otros.

“Cuando llegué a Alemania, me di cuenta de que nadie me conocía. Me habían invitado como compositor, no como pianista. Traté de conseguir un concierto y me recordaron que estaba ahí como compositor, no como intérprete. Finalmente me creyeron. Di un concierto con obras clásicas y contemporáneas, además de mi Estudio op. 3. Esta obra la compuse mitad en la Argentina y mitad en Berlín; gracias a ella mi carrera de composición se abrió, y al mismo tiempo la gente vio que era pianista”.

-Usted podría haber sido un intérprete acaso tan celebre como Argerich o Daniel Barenboim. ¿Qué lo desvió de ese camino? Sus ejecuciones de Beethoven y Brahms son antológicas, pero ni siquiera hay registros de todo eso...
-Sé que ahora, con el apogeo de Internet, empiezan a aparecer cosas que yo ni sabía que existían, por ejemplo la grabación de Chopin y Stravinski con Ernest Bour, que hice para la televisión. De pronto alguien lo mostró. Lo que puedo decir es que en mi vida he sido siempre reacio a todo lo que fuese comercial. No me pregunte por qué, ya que al fin hay que vivir de algo, pero honestamente no sé lo que hizo que teniendo una carrera bastante fulgurante desde los 7 u 8 años, a los 12 dije no, basta, esto no es lo que yo quiero. Abandoné el piano para dedicarme al análisis y la composición; más tarde lo retomé con otras ideas, y como militante de la música contemporánea, de la Escuela de Viena, de Charles Ives... Cuando volví a tocar en público, nunca dejé de hacer obras clásicas. Pero la carrera es otra cosa.

-La carrera de pianista ¿es incompatible con la de compositor?
-No es ése el problema, al menos en mi caso. Puedo contar una anécdota. Una única vez en mi vida me ocurrió tocar tres veces seguidas una misma obra; el tercer concierto de Beethoven, que me encanta y he tocado millones de veces. Aquella vez fue un lunes en París, un miércoles en Colonia, el sábado en Lisboa. En París conocía al director, le pude dar indicaciones y proponer mi visión; en Alemania no conocía al director; me di cuenta de que ya no podía hacer lo que había hecho en París.  El director en Lisboa era un viejo amigo mío y me sentía como si estuviera encima de un Rolls Royce, pero me acuerdo muy bien de la sensación cuando estaba volviendo al hotel y me dije: “Mi Dios, yo no podría hacer nunca una carrera”. Si me hubieran llamado de Madrid para una cuarta ejecución, habría dicho no. Tenía un sentimiento de prostitución, que un pianista de conciertos no puede permitirse. Yo estoy hecho para la música y no para la carrera. En octubre en París me han pedido hacer una serie de discos: un cofre de tres discos. Por ejemplo, en uno, tres obras clásicas y dos contemporáneas; en el otro, cuatro obras mías y un Chopin; en el tercero, dos obras mías, un Brahms y un Beethoven. No sé si lo voy a hacer, tal vez sí. Sería una edición que represente lo que yo pienso de la música, no mi versión de los 24 Preludios de Chopin. Eso no lo haría nunca...

-¿Y cuáles son sus preferencias en el repertorio clásico?
-Siempre fueron las mismas: Scarlatti, Beethoven, Bach. Mis preferencias en el romántico..., sería tonto no decir Chopin. He tocado mucho Schumann pero prefiero Chopin mil veces. Schubert pianísticamente no me va, aunque adoro sus sinfonías y sus lieder para canto y piano. Después el salto inevitable a Brahms, uno de los compositores para piano más extraordinarios después de Beethoven. No hay una sola obra suya que no sea una semilla que no consiga engendrar otra. Eso no lo pudo hacer Schumann ni Chopin. Brahms es el prototipo de compositor que abre puertas. Y en seguida, Debussy; para mí, un músico extraordinario. Sus primeras obras son bonitas, simpáticas, pero no dejan ver el poder y la energía de sus obras posteriores, como los dos cuadernos de Imágenes, por ejemplo.

-Déjeme volver un minuto a los románticos. ¿Por qué Brahms abre puertas y los otros no?
-Primeramente, soy yo el que dice eso, es una opinión personal. Como en todas las cosas, hay causas históricas. Schumann y sobre todo Chopin eran pianistas y se ganaban la vida dando conciertos. Para un pianista, el instrumento representa todo, pero la música no es solamente el piano. Las obras para piano de Chopin son geniales, pero hay un 80 por ciento de posibilidades que él nunca experimentó, que dejó en suspenso. No sabía orquestar. No fue el caso de Schumann, que dirigió varias orquestas. Schumann es un compositor de extrema fineza, un improvisador nato. Cuando siente el nacimiento de un tema o una melodía, lo expone durante tres páginas. No hablo de sus sinfonías, sino de sus obras para piano. Todo lo que expone pianísticamente es hermoso, y es un poco el arte de improvisar con una idea o una melodía, haciendo pequeños contrapuntos, cambiando de tonalidad... Una inspiración fabulosa, pero improvisada. En Chopin eso no ocurre; Chopin tenía mucho más la conciencia de la forma y del sendero. Pero Brahms es diferente a los dos. No hace cuatro compases sin preguntarse por qué, sin preguntarse adónde nos lleva. Hay una conciencia de la arquitectura y de la forma, a años luz de Chopin y Schumann. Los tres prototipos tienen un lugar muy diferente. Yo puedo asociar de alguna manera la trayectoria de un Brahms con la de un Beethoven, con la de un Mahler, no puedo asociar a ninguno de estos tres con Schumann o Chopin. El caso de Paganini es flagrante: ha sido capaz de escribir melodías extraordinariamente bellas, y al mismo tiempo es un compositor extraordinariamente mediocre, que tuvo una capacidad nunca alcanzada en el violín. Se lo escucha con placer, pero yo no diría que es un compositor.

-¿Y qué sería hoy un compositor?
-Quizás un músico íntegro, capaz de fusionar la necesidad expresiva en un lenguaje propio, reconocible por su fluidez y su autenticidad. Cuando yo vivía en la Argentina, era un compositor vanguardista. Por aquel entonces me hubiera sido imposible pensar en escribir tonalmente. Hoy no me molesta la estética tonal, o atonal, lo que me molesta es la estética falsa, copiada. Podemos eventualmente poner un tango propio en la obra. Yo lo hice varias veces, y me lleva un trabajo de locos: cómo conducir mi música de a poco hasta la aparición de un tango y, después, cómo conducir el tango para volver a la lengua del comienzo. Si eso está legitimado en recursos compositivos y además suena bien, no tengo ningún problema. Ahora, eso para mí es música, no es una cuestión de estilo: es música. Al llegar a una determinada edad uno se da cuenta de que la historia es cruel, y al mismo tiempo impenetrable. Te das cuenta de que lo que queda es lo que llegó a transmitirse con vehemencia. ¿Qué es la vehemencia? Es la energía en un momento preciso, con la capacidad de transmitirlo.

-Su segunda Sinfonía, particularmente el adagio, retoma una dimensión de lo expresivo que parecía haberse ausentado de la música contemporánea. El adagio es completamente original, y a la vez tiene una reminiscencia tonal bastante bruckneriana. Usted dijo que había estado 10 meses pergeñando una manera de llegar a cierto orden tonal indirectamente, por la vía de la serie, con la idea de una concomitancia entre lo serial, lo atonal y lo tonal. Esa música tan conmovedora ¿no era posible componerla espontáneamente?
-Todos tenemos la posibilidad de crear cosas fácil y rápidamente, o crearlas sobre la base de una estructura elaborada previamente por nosotros. Todos hemos hecho cosas rápidamente alguna vez. Pero llega un momento en que uno quiere hacer una obra que se diferencia en trabajo y envergadura de otras obras. Incluso si tenemos ganas de dibujar un árbol, lo primero que tenemos que preguntarnos es por qué tiene que ser un árbol y no un edificio. El gesto creador es indispensable, pero es más profundo e históricamente auténtico cuando está acompañado de un pensamiento fuerte, de un análisis fuerte, de una autocrítica. Es la diferencia entre decir: yo hago una cosa porque me gusta, o yo la hago porque necesito transmitir algo más allá de mi propia vida, de mi existencia. He trabajado enormemente para tratar de una vez por todas de reunir todo lo que en mi oído era absolutamente natural y fluido, la tonalidad, la atonalidad y el serialismo, porque siempre fue así para mí aunque nunca lo había definido con leyes de intervalos: el mismo intervalo puede sonar serial o mozartiano, depende de en qué contexto lo ubicamos. La propiedad de un sistema no garantiza la felicidad de lo que va a salir. Si en su momento el oído escucha acordes tonales tiene que ver si ellos están precedidos de una preparación; si no, a mi modo de ver son gratuitos. Y lo gratuito, aparte del efecto de contraste, nunca me interesó. Yo quiero que incluso un contraste sea fluido, que esté sensiblemente integrado. Volviendo a la pregunta sobre si hubiera sido posible escribirlo sin ese pensamiento: sí, naturalmente, pero no hubiera salido lo que salió. Hubieran habido cosas seguramente interesantes pero, como se dice en la Argentina, muy chambonas.

GEORGE HARRISON EL BEATLE MAS TRANQUILO.


AL NATURAL. George Harrison contribuyó a restaurar los jardines de su gran propiedad, Friar Park.



De los cuatro integrantes de los Beatles, George Harrison fue quien menos esfuerzos hizo por ser una figura pública. Además, no le importaba cómo lo vería la posteridad.

POR DAVE ITZKOFF - The New York Times 

   
"Cuando le preguntaban cómo le gustaría que se lo recordara, decía: `No me importa; no me importa si me recuerdan’", declaró Olivia Harrison, que se casó con él en 1978 y lo acompañó hasta la muerte en 2001. "Estoy convencida de que eso era lo que pensaba, no con sarcasmo, sino en el sentido de por qué tienen que recordarnos.

¿Qué importancia tiene?" Sin embargo, Harrison preservó casi todo lo que experimentó, ya se tratara de grabar su primera clase de cítara con Ravi Shankar o de conservar valijas llenas de viajes al exterior que guardaba como cápsulas del tiempo.

Esos muchos aspectos de Harrison ­el artista y el archivista, el místico y el misterioso- pueden verse en un nuevo documental, "George Harrison: Living in the Material World", que dirigió Martin Scorsese y HBO transmitirá en dos partes en los Estados Unidos el 5 y 6 de octubre.

Es la primera película que se centra en Harrison, el llamado Beatle tranquilo, y la primera en que Scorsese, cuya serie de documentales sobre rock poco a poco comienza a rivalizar con su famoso grupo de películas de ficción, se dedica a los Beatles.

El documental, que dura tres horas y media, sería digno de atención aunque sólo fuera por la magnitud del material que usa para contar la historia de Harrison, lo que comprende material inédito que guardaba en Friar Park, su propiedad de Henley-on-Thames, Inglaterra, y nuevas entrevistas a compañeros de banda, colegas y seres queridos como Eric Clapton, Tom Petty y Dhani Harrison, el hijo de George y Olivia.

En cuanto a Scorsese, el proyecto le permitió sumergirse en la vida de otro artista que, como él, nunca dejó de estar en actividad.

Los temas de Harrison "no eran los típicos temas de rock con base de blues, sino que tenían una estructura y un contenido diferentes", escribió Scorsese en respuestas a preguntas que se le mandaron por e-mail. "Como persona, siempre parecía estar cambiando y pasando de un profundo interés a otro, ya se tratara de la música, la meditación, el cine o la restauración de los jardines de Friar Park".

Para Olivia Harrison, que tiene sesenta y tres años y es productora de la película, se trata de una exposición pública de la vida de su esposo, así como de la propia, algo que tardó varios años en aceptar.

"Casi no quiero que la gente la vea", dijo. "Es como permitir que todos entren al más privado de los lugares".

A la pregunta de si sabía que un documental sobre su esposo exigiría sin duda que volviera a contarse la historia de "Layla", la balada de deseo de Clapton sobre Pattie Boyd, la primera esposa de Harrison (que luego se casó con Clapton), Olivia Harrison se colocó con calma las manos sobre los oídos y empezó a cantar: "La la la la la." "Si va a haber una película sobre George, entonces lo más importante es que se represente su esencia, y eso fue lo que hizo Marty", dijo luego. "Y sé que es fiel a la verdad porque me estremece".

Meses después de que Harrison muriera de cáncer a los cincuenta y ocho años, dijo su esposa, ella empezó a recibir pedidos de compañías productoras que querían hacer una película sobre su vida.

En 2005 vio el documental de Scorsese "No Direction Home: Bob Dylan", y pensó que había encontrado al director que podría contar la historia de Harrison.

En el documental, Paul McCartney analiza una relación de trabajo con Harrison que no siempre era una sociedad entre pares y que en ocasiones podría ser discutible, mientras que Ringo Starr, un eterno bromista, se emociona y hasta vierte algunas lágrimas. Petty recuerda una vez en que Harrison, que tocó con él en Traveling Wilburys, apareció en su casa con gran cantidad de ukeleles.

Petty dijo que hablar sobre Harrison ante la cámara fue un desafío inesperado. "Uno no quiere que alguien como George quede encerrado en una caja, ya que era una persona que abarcaba mucho", declaró.

En la película, Olivia Harrison habla de un incidente de 1999 en que un hombre irrumpió en la casa de ambos y apuñaló a su esposo una y otra vez antes de que el instinto de autopreservación de la pacífica pareja despertara y entre los dos sometieran al intruso.

"No pensé que ese fuera un momento clave de la vida de George", dijo Olivia, "pero la verdad es que de eso surgió algo muy profundo, y esa fue la razón para hablar de ello".

Lo que llevó a Scorsese a hacer una película sobre Harrison fue un encuentro con Olivia en que ella le mostró una carta que Harrison le había escrito a la madre cuando tenía veintitantos años.

"Le decía que sabía que la vida y la existencia eran más que la riqueza y la fama", señaló Scorsese.

"Era una persona que me interesaba llegar a conocer mejor".